No aprendí de mis errores. Dar demasiado de mí nunca fue un problema al principio, pero eso cambiaría pronto.
No sólo contigo, sino en todas mis relaciones anteriores a ti. Me resulta tan familiar, la misma sensación una y otra vez.
Nunca cambia, porque no puedo pararlo.
No puedo dejar de amar todo y a todos tan profundamente. Llámame muy débil, pero ya no lo veo como una debilidad.
A mis ojos, los que dan por sentados mis sentimientos son los débiles.
¿Quieres saber por qué? Es porque se asustan. Las personas no están acostumbradas a ser amadas, así que cuando se encuentran con alguien que está dispuesto a amarlas incondicionalmente, huyen conscientes o simplemente se aprovechan de esa persona.
Te aprovechaste de mí.
Viste la posibilidad de tener por fin la sartén por el mango en algo y yo, alguien tan ingenuo, creí que tus intenciones eran buenas.
Que ibas a estar ahí para mí, porque íbamos a manejar todo juntos. O al menos eso pensaba yo.
Permíteme que te recuerde primero el principio de nuestra relación, y quizá recuerdes aquellas promesas que me hiciste. Prometiste amarme y quererme porque, como dijiste, no había nadie como yo en este mundo.
Prometiste estar a mi lado siempre que te necesitara, pero ¿recuerdas cuando murió mi abuela y me dijiste que iba a estar bien incluso sin ti?
Bueno, ¿adivina qué? ¡No estaba bien! También prometiste que nunca me harías daño.
Bueno, supongo que habías cambiado de opinión.
Pocos días después de que me hicieras esas promesas, estaba perdidamente enamorada de ti, pues creía que eras la persona que había estado buscando toda mi vida. Parece que estuve ciego todo este tiempo.
No te molestabas en hacerme sentir querida, todo el mundo era más importante que yo. Para ti, yo era alguien que te esperaba todas las noches.
En realidad, no importaba si volvías a casa por la noche: sabías que seguiría esperándote porque te quería de verdad.
Por desgracia, todo lo que viste en mí fue a alguien que te hacía la cena y pagaba las facturas.
Te entregué todo mi ser. Todo lo que era y tenía era tuyo y sólo tuyo.
Me dejabas sola durante días y nunca sabía dónde habías estado, hasta que volvías a casa explicándome que los moratones de tu cuerpo no eran de otras mujeres, sino de peleas en las que te habías metido.
Esas excusas funcionaron hasta la noche en que llegaste a casa con pintalabios en la nuca. Era demasiado obvio, así que ni me molesté en preguntarte por qué llegaste tan tarde aquella noche.
A ti y a todos los que se lo preguntan, yo tampoco sé por qué me quedé tanto tiempo.
Me dije que en el amor había que hacer sacrificios. Mi sacrificio fue mi orgullo.
La verdadera pregunta es: ¿qué has aportado? ¿O nunca pretendiste aportar nada? Todo lo que hiciste fue tomar de mí, nunca dar nada.
Ni siquiera el día que por fin decidí hacer las maletas y marcharme -ni siquiera te molestaste en intentar hablarme de las razones por las que me iba; probablemente porque ya sabías por qué-.
Sabías que ya era hora de que por fin me amara a mí misma más de lo que te amaba a ti.
No es que te importara, tenías demasiados otros labios que besar como para molestarte en darme un beso de despedida.
Amar y perdonar nunca fue una carga para mí hasta que te conocí y entonces lo hice demasiado. Te perdoné demasiadas veces por el amor que sentía.
¿Y ahora? Me quiero demasiado para perdonar nunca más. La única persona a la que realmente tengo que perdonar es a mí misma. Perdonarme a mí mismo por dejar que todo esto suceda.
Lo último que quiero decirte es que lo siento mucho por el hombre que me amará de verdad.
Tengo la sensación de que no podré amarle como antes, pero probablemente sea porque me harté de ser la que ama y se preocupa más en una relación.