Tuve ese sueño otra vez. Ya sabes, en el que tú y yo somos padres.
Sé que odias ese sueño. A decir verdad, a veces yo también odio despertarme con él. Empiezo a hablar de cómo anhelo una familia y la conclusión es que Sé que no estás listo. Sé que no estás preparado para hablar de los piececitos que no veo la hora de que crezcan dentro de mi vientre. Sé que no estás preparado para hablar de vacaciones familiares y noches sin dormir. Sé que quieres una familia, pero no es el momento. No tenemos espacio, ni dinero, y apenas hemos cumplido una cuarta parte de nuestros objetivos. Sé que hay tiempo que esperar: hasta que nos casemos, hasta que nos mudemos de un apartamento de una habitación en el segundo piso, hasta que dejemos de vivir al día, hasta que yo haya escrito ese libro y tú te hayas deshecho de los sueños inquietos que te han comido vivo.
Algún día seremos padres, tal vez cuando yo tenga 30 y tú 33 años. Para entonces, quizá la vida sea diferente. Quizá tengamos la casa. Tal vez hayamos pagado las tarjetas de crédito que gastamos despreocupadamente en nuestra juventud descuidada. El bebé que tanto ansío que dé volteretas en mi vientre se hará realidad literalmente y estaremos contentos por ello... entonces. Nos sentiremos mejor por haber esperado, por haberle dado a ese niño su mejor oportunidad en la vida, con dos padres que por fin están dispuestos a hacer el sacrificio.
Pero sigo despertándome triste cada mañana después de tener ese sueño. Me despierto con la barriga y el corazón huecos porque pude ver su cara la noche anterior. Pude ver tu cara la noche anterior. Vi tu sonrisa, tu corazón abriéndose al doble de su tamaño porque por primera vez estabas incorporando el mismo tipo de amor que has luchado por desear. Vi tu cara iluminarse al compás de la mía, tu mano acariciándome, tu vida invadida por diez modestos dedos en los pies y otros tantos en las manos. Vi cómo sería la vida y, por un momento hermoso y dichoso, en algún lugar profundo de mi subconsciente, fui descaradamente feliz. Y tú también.
Algún día llegarán los niños, y mi modesta juventud de veinteañero tardío acabará por desvanecerse y quizá me alegre de haber perdido el tiempo en afanes aventureros y escandalosos. Un interruptor se ha activado dentro de mí, como nunca antes lo había hecho. Estalla, da tumbos y se rompe ante la sola idea de convertirse en padre, de soportar la preocupación, el dolor, la ansiedad y la locura obligatoria que supone amar a ese hijo desde el principio hasta el final de tus días. Llevo ese amor, ese deseo, en la manga para que el mundo lo vea. Lo llevo como una chaqueta preciosa, envolviéndome y cubriéndome en todos los aspectos de mi cuerpo, sintiendo su calor en una tarde amarga, dándome fuerzas para soportar la tormenta que sería incapaz de afrontar sin él. Este amor me alimenta, aunque no sea más que un dirigible en un sueño subconsciente.
Y tal vez, un día, suplico que intervenga el destino.
por Courtney Dercqu